ᴸᵃ ˢᵒᵐᵇʳᵃ ᵈᵉˡ ʰéʳᵒᵉ

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𝐄𝐥 𝐚𝐞𝐫𝐨𝐩𝐮𝐞𝐫𝐭𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐛𝐚 𝐚ú𝐧 𝐚𝐝𝐨𝐫𝐦𝐞𝐜𝐢𝐝𝐨 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚 𝐭𝐞𝐧𝐮𝐞 𝐥𝐮𝐳 𝐝𝐞𝐥 𝐚𝐦𝐚𝐧𝐞𝐜𝐞𝐫, 𝐩𝐞𝐫𝐨 𝐬𝐮 𝐩𝐫𝐞𝐬𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐥𝐨 𝐜𝐚𝐦𝐛𝐢ó 𝐭𝐨𝐝𝐨. Era como si el día hubiera esperado su llegada, reteniendo la calidez del sol hasta que él diera el primer paso. Caminaba con una elegancia que parecía esculpida en piedra, cada movimiento fluido pero firme, como si el mundo mismo se acomodara a su paso. El aire parecía cambiar de dirección alrededor de él, cargado con una energía silenciosa pero imponente, como si todos pudieran sentir que alguien extraordinario había llegado.

Su cabello oscuro, apenas desordenado por el viento, se movía con una perfección calculada. Un simple gesto de su mano, deslizándose para acomodar el flequillo, transformaba lo mundano en algo fascinante, como si fuera un truco sin esfuerzo. No había pretensión en sus acciones, solo una naturalidad que lo hacía aún más inalcanzable. Era la imagen de la sofisticación personificada.

Los ojos verdes, tan fríos como penetrantes, estaban fijos hacia adelante. Su mirada era un enigma, un océano profundo que guardaba secretos que nadie más conocería. No había nada que pareciera importar en su entorno, como si las personas fueran meras sombras que no merecían su atención. Y aunque algunas chicas se giraban para admirarlo, él no las veía. Para él, eran invisibles, figuras indistintas en el fondo de su existencia.

Una joven, absorta en su teléfono, caminaba sin prestar atención y, sin darse cuenta, chocó contra él. El café que llevaba se derramó en el suelo, esparciendo el aroma amargo por el aire.

—¡¿Qué demonios?! —exclamó ella, irritada, sin haberse percatado aún de a quién había golpeado.

Solo cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos verdes que la miraban con una indiferencia devastadora. Un escalofrío recorrió su espalda al reconocer la insignia dorada que pendía de su capa. No era una insignia cualquiera; brillaba con el poder del rango más alto, el de Jefe del Departamento de Aplicación de la Ley Mágica. De repente, las palabras se le atascaban en la garganta. Ese hombre no era cualquier mago, sino el mismísimo Harry Potter, leyenda viva del mundo mágico.

—¿Estás bien? —preguntó ella, titubeante, forzando una sonrisa nerviosa, como si eso pudiera revertir la situación.

Harry la observó por un segundo más, como si su sola existencia fuera un inconveniente en su día. Desvió la mirada, ahora fija en un televisor cercano que mostraba un comercial anodino.

—Lo siento mucho, estaba distraída... —intentó justificar la chica, su voz disminuyendo cuando se dio cuenta de que él ya no la escuchaba, si es que alguna vez lo hizo.

—Esto es absurdo —murmuró Harry, más para sí mismo que para ella, arrastrando su maleta sin vacilación y retomando su camino, sin dedicarle una segunda mirada.

—¿Qué dijiste? —la chica alzó la voz, ofendida, su indignación creciendo ante la frialdad con la que la había tratado.

Antes de que pudiera reaccionar, una voz cálida y amistosa resonó detrás de ella.

—No te preocupes, no hablaba contigo.

Ella se giró y se encontró con otro hombre, alto y robusto, de rostro lleno de pecas y ojos azul cielo. Su expresión era amable, irradiando una calidez que contrastaba con la frialdad de Harry.

—Fíjate con quién hablas, Harry —dijo el pelirrojo mientras se acercaba—. Ella malinterpretó...

—¿Viste ese anuncio? —interrumpió Harry, sin molestarse en disculparse—. No entiendo por qué ponen a alguien como él para promocionar un producto que no inventó. Solo parece una celebridad que nadie reconoce.

—Ya sabes cómo es la gente —respondió el pelirrojo, resignado, con un tono de complicidad—. Siempre buscando algo de atención.

—Me encargaré de eso personalmente —murmuró Harry con voz firme, sus ojos oscuros como un presagio de tormenta.




























El Ministerio de Magia bullía esa mañana. El gran salón estaba decorado con banderines, estandartes y luces flotantes. Había una expectación palpable en el aire, como si todo el edificio contuviera la respiración. Durante semanas, se había hablado del regreso de una figura legendaria, un héroe que había pasado años en el extranjero, y ahora estaba a punto de volver al centro del poder.

Los aprendices de auror cuchicheaban emocionados mientras preparaban la ceremonia.

—Dicen que apenas llegó anoche y ya está trabajando —susurró uno.

—También dicen que es guapísimo —agregó una chica con una sonrisa cómplice.

—Bueno, si Sirius Black es su padrino, no puede ser otra cosa que atractivo, ¿no? —rió otra de las chicas, lanzando una mirada hacia los asientos de honor.

Sirius Black estaba sentado allí, su postura serena, pero sus ojos traicionaban una emoción contenida. No era un hombre que dejara entrever sus sentimientos fácilmente, pero ese día su ahijado volvía al mundo mágico, y eso lo emocionaba más de lo que admitía.

—Tal vez es tan guapo como dicen —susurró una de las chicas.

Finalmente, el anuncio resonó en todo el salón:

—El Jefe del Departamento de Aplicación de la Ley Mágica dará su discurso inaugural.

Sirius se irguió en su asiento, una sonrisa expectante asomando en sus labios. Los aplausos comenzaron cuando una figura alta, vestida impecablemente, apareció en el escenario. Pero el entusiasmo se desinfló en cuanto la persona habló.

—Hola, soy Ron Weasley, Subdirector Ejecutivo —anunció el pelirrojo, con una sonrisa tímida—. Estoy aquí en nombre del Jefe del Departamento, Harry Potter.

El murmullo fue inmediato.

—Daré su discurso inaugural —continuó Ron, desplegando un pergamino—. "Gracias por organizar esta ceremonia, aunque les dejé claro que no la quería. Espero que en el futuro nos reunamos por asuntos más importantes. Jefe del Departamento, Harry Potter". Eso es todo.

Los aplausos fueron escasos, y Sirius, con un gesto exasperado, enterró su rostro entre las manos.

—¡Por Merlín, qué desgraciado! —gruñó, poniéndose de pie, mientras la multitud comenzaba a dispersarse, desconcertada. Y si Harry lo hubiera visto, probablemente no le habría importado.




























Era de noche. La luna llena derramaba su pálida luz sobre el campo de entrenamiento, un vasto espacio donde los pocos presentes intercambiaban palabras entre risas contenidas. Smith, el Jefe de Aurores, reía con esa arrogancia falsa que acompaña a alguien que intenta enmascarar su inseguridad.

—¿Quién en su sano juicio podría quererlo? —exclamó entre carcajadas. Su risa era forzada, resonaba más hueca que sincera, pero los que lo rodeaban le siguieron el juego.

Russ, su secretario, siempre dispuesto a adular, asintió vigorosamente.

—Usted debió haber sido el Jefe del Departamento, mi señor. El puesto era suyo por derecho.

Otro auror, un hombre de mirada perdida, agregó con falsa convicción:

—Es incomprensible cómo le dieron el puesto a Potter. Usted ha sido la mano derecha del señor Black durante años.

Una chica de pie a su lado, sonriendo con malicia, le susurró:

—Además, se vería mucho más apuesto con ese traje. Potter no tiene su... porte.

Smith soltó una risa amarga. Con un gesto teatral, acomodó el poco cabello que le quedaba.

—Eso es obvio —respondió, alzando la barbilla.

—Pero, señor, realmente debió haber peleado por ese puesto. Potter solo lo consiguió por haber salvado al mundo —dijo Russ, casi indignado, como si su propio honor estuviera en juego.

Smith frunció el ceño, la mirada en el suelo. Sabía que ellos tenían razón. Pero también sabía que en el fondo, ni siquiera él creía que pudiera haberle quitado el puesto a Potter. Era el Jefe de Aurores, sí, pero solo en el papel. La práctica... bueno, esa era otra historia.

—Vamos, Smith, muéstranos cómo se hace —insistió Russ, empujándolo suavemente hacia el centro del campo de entrenamiento.

Smith sacó su varita, los dedos temblando apenas, y apuntó hacia un objetivo distante.

—Bombarda —gritó, pero el hechizo salió disparado en la dirección equivocada, casi golpeando a uno de sus compañeros. Se escucharon risitas nerviosas.

Él tosió, intentando disimular.

—Eh... pequeño error. Vamos de nuevo.

Antes de que pudiera intentarlo otra vez, un rayo de luz verde atravesó el aire, impactando el blanco con precisión milimétrica. Todos giraron la cabeza, desconcertados. De las sombras del campo emergía una figura caminando con una calma absoluta, la varita girando entre sus dedos como si fuera un simple juguete.

Harry Potter estaba ahí.

El silencio fue casi ensordecedor. Los murmullos comenzaron a recorrer el pequeño grupo.

—Es... el Jefe de Departamento —susurró uno de los presentes.

Smith, tragando su orgullo y la vergüenza que lo sofocaba, forzó una sonrisa amplia.

—¡Ah, Potter! Qué sorpresa verte por aquí. ¿Regresaste hoy de tu viaje?

Harry apenas lo miró, sus ojos verdes brillaban bajo la luz de la luna, llenos de una frialdad impenetrable.

—Smith —dijo con una voz profunda que parecía cortar el aire—, no sabía que habías inventado una poción para evitar la caída del cabello. La publicidad entre los muggles fue un éxito rotundo.

Smith rió nervioso, pasándose la mano por su cuero cabelludo descubierto.

—Ah, bueno... sí, claro. Me ofrecí para el anuncio, ya sabes... por mi... eh, atractivo.

—Hermione fue quien creó esa poción —interrumpió Harry, su mirada perforando a Smith con una indiferencia helada—. Lo menos que podrías hacer es quitar esa publicidad antes de que todos descubran que es una farsa.

—¿Perdón? —balbuceó Smith, confundido.

Harry lo miró de reojo, como si su existencia fuera un simple inconveniente.

—Aparte del cabello, ¿también perdiste la audición? Quítala.

Sin esperar respuesta, comenzó a caminar hacia el lado opuesto del campo, su paso firme, elegante, casi inhumano. Smith, en su frustración, intentó seguirlo, pero tropezó con una piedra, cayendo de bruces en el suelo embarrado. Las risas ahogadas se convirtieron en un clamor de preocupación.

—¡Señor! —gritaron los demás, corriendo a ayudarlo.

Harry, sin girarse, chasqueó los dedos. De inmediato, las regaderas del campo se encendieron, empapando a todos, excepto a él, quien seguía avanzando, impecable bajo el escudo protector de un hechizo impermeable.

—¡Ese canalla! —murmuró Smith, revolviéndose en el suelo mientras los demás intentaban cubrirse del agua. Pero Harry ya no estaba para escucharlo. No es que hubiera importado siquiera.

































Harry llegó al Ministerio, descendiendo con elegancia del auto nuevo que su padrino le había regalado. Uno de tantos, todos adquiridos por mero capricho de Sirius. Se acomodó el impecable traje negro antes de avanzar hacia la entrada. A esas horas, el lugar estaba prácticamente desierto. En la puerta, ya lo esperaba Ron.

—¿Se encargaron de la inauguración? —preguntó Harry sin detenerse, caminando por los largos pasillos del Ministerio.

Había pocos trabajadores aún presentes. Al verlo pasar, todos le ofrecían un breve saludo con una inclinación de cabeza, una muestra de respeto silenciosa que Harry aceptaba sin inmutarse.

—Sí, todo salió bien —respondió Ron con tranquilidad, manteniéndose a su lado.

—¿Y el director? —preguntó Harry, justo cuando alcanzaban el elevador.

Ron iba a responder, pero al abrirse las puertas, Sirius estaba ahí, su mirada intensa clavada en su ahijado.

—¡Maldito lunático! —gruñó Sirius, su voz grave resonando en el espacio cerrado.

Poco después, mientras Harry avanzaba con calma hacia su oficina, Sirius no paraba de refunfuñar detrás de él.

—Te dije que vinieras a la inauguración, y me ignoraste. —Le dio un leve golpe en la espalda, que para Harry fue como una caricia—. Te pedí que pasaras por casa, pero no... Nos vemos en el trabajo. —Sirius lo imitaba con una mueca exagerada—. Estás decidido a llevarme la contraria en todo, ¿verdad?

—Sabes que odio las fiestas —replicó Harry con total serenidad—. Especialmente esas en las que tengo que vestirme formal, fingir que disfruto de conversaciones vacías y sonreír como si me importaran. Preferiría estar solo, gracias.

—¡Acabas de volver hoy! ¿No puedes tomarte un día libre? —bramó Sirius, siguiéndolo con pasos rápidos.

—Oh, por favor —Harry rodó los ojos—. Sabes que prefiero mantenerme ocupado. Un día libre sería una tortura. Además, el trabajo es mucho más interesante que socializar.

—¿Y ahora qué? —bufó Sirius, mirando su celular con frustración—. ¿Por qué Smith no deja de llamarme?

Ron y Harry intercambiaron una mirada cómplice antes de continuar caminando en silencio.

—¿Qué es lo que tanto te preocupa? —preguntó Sirius, lanzándole una mirada severa—. Todo está bajo control —señaló hacia el Ministerio con un gesto amplio—. Esto es una máquina bien engrasada. Eres un perfeccionista insoportable. Siempre actúas como si fueras la única persona inteligente en el mundo.

Harry se detuvo, girándose con calma para enfrentarlo. Sus ojos verdes brillaron con un destello de irritación controlada.

—Siempre hay algo por hacer —respondió, su tono revestido de una fría indiferencia—. Y en cuanto a ser 'quisquilloso', prefiero llamarlo tener estándares. No soy la única persona inteligente en el mundo, pero sí soy de las mejores.

Sonrió apenas, un gesto que no alcanzó a suavizar la dureza de su expresión.

—Sí, lo sé. Y precisamente por eso —Sirius se detuvo también, mirándolo con una mezcla de orgullo y malicia—. He preparado un proyecto muy importante para ti.

La curiosidad despertó en Harry. ¿Un nuevo proyecto? Dejó de caminar y clavó su mirada en Sirius, inquisitivo.

—Tienes mi atención. ¿De qué se trata?

Sirius dudó un instante antes de soltarlo, su tono grave, pero con un brillo burlón en los ojos.

—¡Matrimonio!

Harry soltó un suspiro pesado, la frustración pintada en su rostro.

—¿Te vas a casar? —preguntó Ron, claramente confundido, desde atrás.

—¡Yo no! —exclamó Sirius, señalando a Harry con un dedo acusador— ¡Él!

Pero Harry ya había entrado en su oficina, seguido por ambos hombres. Se dejó caer en su silla con un gesto de exasperación mientras sus ojos rodaban hacia el techo.

—¿Matrimonio, en serio? ¿Es esto una broma?

Sirius y Ron entraron justo detrás de él. Harry se cruzó de brazos, recostado en su silla, observando a Sirius con una mezcla de incredulidad y resignación.

—¿Con quién se supone que me vas a casar? Soy demasiado joven para esto.

Sirius, como si hablara de la cosa más obvia del mundo, replicó:

—Pero yo estoy envejeciendo. ¿Es mucho pedir ver a mi ahijado con una esposa? —lo señaló con un gesto dramático.

Harry soltó una risa sarcástica.

—Oh, claro. Entonces, porque tú te haces mayor, ahora es mi responsabilidad casarme, ¿no? —su tono era afilado, pero había un toque de burla en sus palabras—. Primero, ya no soy un niño. Segundo, no tengo el menor deseo de casarme solo para cumplir con tus fantasías de casamentero. Y, por si no te has dado cuenta, estoy ocupado.

Sirius sonrió, evidentemente disfrutando del malestar de Harry.

—Por eso te he organizado citas a ciegas —anunció con satisfacción.

—¿Qué? —preguntó Harry, atónito.

—Hice una lista de las veinte solteras y solteros más destacados del mundo mágico. Solo tienes que presentarte. ¿Entendido?

Ron, desde un rincón, no pudo evitar intervenir.

—¿Tú hiciste esa lista? Eso debió ser un verdadero desafío.

Sirius asintió, orgulloso.

—Por supuesto. No fue fácil, pero si lo hubiera hecho otra persona, los rumores en el sector financiero habrían volado por todos lados.

Harry lo interrumpió, su paciencia agotada.

—¿Citas a ciegas? ¿En serio, Sirius? Sabes que no estoy interesado en casarme, y si alguna vez lo estuviera, no sería con alguien que tú eligieras de tu "lista de élite".

Sirius lo miró con fingida exasperación.

—Pequeño mocoso. ¿Qué voy a hacer contigo?

Harry ya había vuelto su atención a unos documentos sobre su escritorio, ignorando deliberadamente la situación. Una alarma suave comenzó a sonar en la oficina y Sirius esbozó una sonrisa traviesa.

—Es la hora de mi telenovela.

Se dejó caer en el sofá cercano, encendiendo la televisión como si estuviera en su propia casa. Harry ni siquiera alzó la vista de los papeles.

—Si solo vas a ver la tele, podrías irte a casa —dijo Harry, esta vez en un tono más suave, casi resignado.

Sirius, con una sonrisa desafiante, replicó:

—¿Y por qué te escucharía a ti si tú no me escuchas a mí? Lo veré aquí.

Harry suspiró, consciente de que discutir era inútil. Rodó los ojos, y volvió a concentrarse en su trabajo mientras el sonido de la telenovela llenaba la habitación.


























Minutos más tarde, en el comedor privado de Harry, se respiraba una atmósfera tranquila, aunque no carente de tensiones. Sirius observaba con una mezcla de desaprobación y frustración a su ahijado, quien comía una hamburguesa junto a Ron.

—Bien hecho —refunfuñó Sirius, entrecerrando los ojos—. Estás de vuelta en Inglaterra, y lo primero que decides comer es comida rápida. —Suspiró, como si el mundo se le viniera abajo—. ¡Pero sabes cocinar de todo! Desde platillos orientales hasta occidentales... ¿No sería más agradable sentarte a cenar con tu esposa y disfrutar de una buena comida casera?

Harry levantó una ceja mientras daba otro mordisco a su hamburguesa.

—¿De verdad vamos a tener esta conversación otra vez? —dijo, con voz algo cansada, mientras masticaba—. Estoy perfectamente bien comiendo comida rápida o lo que sea que se me antoje. Es conveniente y me ahorra tiempo. Además, la idea de disfrutar una comida casera cada noche con una esposa no está ni remotamente cerca de ser mi prioridad número uno.

Sirius no se desanimó y continuó, como si no hubiera escuchado.

—He oído que las estadounidenses son muy hermosas. —Hizo una pausa deliberada antes de continuar—. ¿No has salido con ninguna? Soy de mente abierta, ya sabes.

Harry soltó una pequeña carcajada, terminando su hamburguesa antes de responder.

—Sirius, me he centrado en el trabajo, no en salir con alguien. El hecho de que no haya salido con nadie no significa que no esté abierto a la posibilidad, pero eso no implica que esté listo para casarme todavía.

Sirius aprovechó la pausa para volver a su tema favorito.

—Por eso organicé tus citas a ciegas. Así...

Harry dejó escapar un suspiro aún más exagerado, claramente irritado.

—Tienes que dejar de insistir con esas citas a ciegas, Sirius. No quiero

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