Nací en Senegal en 1850. Viví en un poblado muy pobre y mis padres me inundaron de cariño. Con un poco de imaginación convertí las mazorcas de maíz en muñecas a las que vestía con cualquier trapito. Me gustaba jugar a la familia feliz con ellas. No pude asistir al colegio.
En 1959 Senegal y el Sudán francés se unieron para formar la Federación de Malí, que se convirtió en una nación independiente el 20 de junio de 1960. Mis
padres trabajaban en plantaciones agrícolas de maíz. Abuelita me cuidaba en la aldea hasta que llegaban mis progenitores, bien entrada la noche y reventados por la faena.
El problema es que abuelita se quedaba ciega y cada vez tenía más achaques y limitaciones para supervisarme. Yo era inquieta por naturaleza. Tenía una curiosidad insaciable por conocer todo lo que me rodeaba. Aunque la abuela no me dejaba salir del poblado un día traspasé los límites y salí a inspeccionar el terreno. Al fin y al cabo, ya tenía ocho años. El extrarradio de la aldea era un devenir de gente, sobre todo de comerciantes que acarreaban con diversos animales sus mercancías. El ambiente era tan dinámico y entretenido que me gustaba sumergirme en él.
Pero un día sucedió algo. Yo ignoraba de qué se trataba pero contemplé a varios hombres y mujeres erguidos mientras un hombre blanco los inspeccionaba uno por uno. Con un bastón con anilla metálica apuntaba al candidato en cuestión para seleccionarle. El individuo blanco dirigió su mirada hacia mí y me observó con una mirada penetrante. A uno de sus ayudantes le cuchicheó algo al oído y éste se acercó a mí. Me dijo:
─Hola, bonita ¿cómo te llamas?
─Soy Jawara.
─Es un nombre muy bonito. ¿Y tus papás?
─Trabajan en el campo.
— ¿Estás solita aquí?
─Sí pero mi abuelita me espera en el poblado.
─Ah, ¿sí? Pues mira, por haber sido una niña tan valiente te voy a regalar una golosina. ¿Te gusta el chocolate?
─Sí, mucho.
─Si quieres la tableta de chocolate tienes que venir conmigo porque la tengo guardada. ¿Sabes dónde?
─No.
─En un barco.
— ¿Has subido alguna vez a algún barco?
─No, pero el abuelito me llevaba a pescar con él en una barca muy bonita.
─Pues mira, Jawara, eres una niña con suerte. Si vienes conmigo te subiré a un barco precioso muy grande y probarás el chocolate más rico del mundo. Además, te llevaremos de excursión y podrás ver nadar a los delfines. ¿Te gustaría?
─Sí, mucho, pero tengo que volver con abuelita.
─No te preocupes por eso, Jawara. Ya he hablado con tu abuela y te deja montar en barco para dar una vueltecita por la costa.
— ¡Qué bien!
El desconocido me cogió en brazos y caminó conmigo a cuestas un kilómetro, más o menos, hasta que llegamos al barco. Mi mente infantil se había poblado de fantasías que se anticipaban al placer de montar en barco, como la posibilidad de ver a la sirenita. La visión del navío me fascinó. El trocito de chocolate que me dio me supo a gloria.
─Quédate aquí en la cubierta, bonita, y piensa que eres una princesa de un cuento de hadas que se prepara para una travesía marítima.
Un rato más tarde embarcaron el jefe, los dos hombres y la mujer seleccionados. Me acababa de estibar en un barco negrero dedicado al tráfico de esclavos. En seguida, me di cuenta que aquel recorrido no me gustaba. El viento arreciaba fuerte y la nave se bamboleaba como un juguete mecido al capricho de las olas. Yo me mareé y vomité pero la gente me ignoró. Me encontraba en el centro de la cubierta con otros niños. Las mujeres se ubicaban a babor y los hombres a estribor. Entonces, me invadió una sensación de soledad acuciante y rompí a llorar. Un niño de mi edad con los ojos llenos de lágrimas se acercó y me abrazó. Me sentí reconfortada.
─Quiero ir con mi mamá ─le decía entre sollozo y sollozo. El niño me miró con una mirada compasiva. Muy pronto descubrí que hiciera lo que hiciera nadie más me hacía caso.
Nos daban dos comidas al día, en general gachas de mijo, habas o maíz. El plátano era todo un lujo que degustábamos en contadas ocasiones. El agua nos la racionaban en medio coco a cada uno para todo el día. Muy rápido me salieron llagas en la cara por la exposición a la radiación solar. Por las noches, tapada con una fina manta, me entumecía de frio. Dormía abrazada a Senghor, que así se llamaba el amigo que me consolaba.
El transcurso de los días me convirtió en testigo de las muestras de crueldad de aquellos hombres. De hecho, fui testigo de escenas dantescas. A veces, subían a la cubierta a alguno de los esclavos encadenados y les obligaban a bailar al son de latigazos. Cuando uno de ellos enfermó de tuberculosis no tuvieron el menor reparo en lanzarle vivo al mar.
A los niños nos permitían disfrutar de más movilidad pero no así a los adultos. Solo les permitían salir por sus necesidades fisiológicas pero en seguida les llevaban de nuevo al entrepuente. No eran pocos los que se negaban a comer a modo de intento de suicidio para liberarse de sus suplicios. Pero hasta esta prerrogativa les estaba vedada. Se les forzaba a ingerir alimentos mediante el uso del speculum oris, un instrumento médico que servía para abrir la mandíbula de los pacientes. Además, a los insumisos se les azotaba en público o se les quemaba los labios para castigar su rebeldía. Los hombres gritaban cuando se les inducía a bañarse en barriles llenos de agua salada. El contacto de la sal con
las llagas supurantes les producían mucho dolor si bien la acción del yodo también les ayudaba a cicatrizar las heridas. Al ser testigo de tantas atrocidades me sumí en un mutismo patológico durante el resto de la travesía. Muchos perecieron durante el viaje, víctimas de las enfermedades o de los malos tratos.
A medida que nos aproximábamos a nuestro destino, los EE.UU, nos incrementaron las raciones de comida para mejorar nuestro escuálido aspecto de cara a rentabilizar nuestra venta. También nos facilitaron muda nueva porque nuestros ropajes apestaban.
Senghor y yo nos comunicábamos casi sin palabras. Descendimos la pasarela y pisamos por primera vez suelo americano. El puerto de Nueva York era un hervidero de gente en acción. En cuanto desembarcamos nos colocaron a todos juntos como si de una mercancía más se tratase. Pronto se acercaron los primeros curiosos. Senghor y yo permanecíamos juntos en todo momento. Pasó una mujer ataviada con un conjunto blanco, con el pelo castaño recogido en un moño y fijó sus ojos azules en nosotros dos.
─Que monos son. ¿Acaso son hermanos?
─Creo que no ─dijo el líder.
— ¿Cuánto pides por ellos?
─Son jóvenes, hermoso y tienen un gran potencial. Están sanos y robustos.
No valen menos de 2000 dólares cada uno.
─Bien. Voy a consultarle a mi marido. Edward ¿Qué te parecen estos dos?
─Son guapos y serán fuertes. Nos los quedamos.
Y así fue como aterrizamos en la plantación de algodón de los Newton. Alice y Edward se acababan de convertir en nuestros propietarios. Vivían a las afueras de Columbia, en Carolina del Sur. Nos pusimos contentos porque seguíamos juntos y porque aquellos señores parecían amables. La mansión era espectacular y las plantaciones de algodón kilométricas. También disponían de tierras para el cultivo de arroz, caña de azúcar, cacahuetes, boniatos y sandías. Allí había cientos de esclavos.
Al principio no podíamos comunicarnos por el idioma, ya que nuestra lengua nativa era el francés. A nosotros nos trataban bien por ser pequeños pero recuerdo que los capataces descargaban el látigo con todas sus fuerzas a la menor muestra de insurrección sobre las espaldas de los infortunados. A cada grupo de siervos nos remitieron a un tipo de plantación concreta para especializarnos en su tratamiento. A nosotros nos derivaron a las de algodón. Lo aprendimos todo sobre el cultivo de este producto.
Así, utilizábamos las sembradoras de chorrillo para la siembra mecanizada. Después realizábamos el despunte, operación en la que cortábamos a mano los extremos de las ramas más altas. Luego seguía la cosecha aunque requería una preparación previa, como el control de plagas y maleza, aplicación de defoliantes para fumigar las plantas y por último, recolectábamos el algodón de forma
manual cuando aparecían las primeras cápsulas abiertas. Lo introducíamos en unos sacos hasta alcanzar los 25 kilos que se remolcaban en camiones y se transportaban a fábricas.
Con el tiempo me hice amiga de Rose, la hija blanca de nuestro capataz porque teníamos la misma edad y congeniamos. Aunque nos tenían prohibido relacionarnos con los familiares de nuestros vigilantes Rose y yo jugábamos a escondidas. Cuando su padre viajaba nos enseñaba a Senghor y a mí a trepar por los árboles. También nos ofreció varios libros de cuentos ilustrados. Nos enseñó un poco a leer. Me encantaba descifrar las frases de los relatos. También nos pasaba cómics que leía en mi barracón por la noche a la luz de la vela.
Contaba ya con once abriles cuando estalló la guerra de Secesión. Se enfrentaron dos bandos: la Unión, formada por los estados del Norte que unieron sus fuerzas contra los recién formados estados confederados de América, integrados por once estados del Sur, que proclamaron su independencia. La guerra sumió la vida de la mansión en una vorágine. Cuando el ejército de la Unión alcanzó el río Santee nuestros propietarios huyeron como alma que lleva el diablo. No nos dieron orden alguna acerca de nuestros movimientos futuros.
Aquellos tiempos difíciles eran el caldo de cultivo de la insurrección. Algunos de los esclavos más fuerte se rebelaron contra nuestros superiores e incluso llegaron a matar a los capataces más disciplinados. Unos se unieron al ejército de la Unión, otros aprovecharon el tumulto originado para saquear comercios y otros nos quedamos allí. Quienes se acercaban a la ciudad informaban de un panorama desolador. Los cadáveres de ambos bandos se extendían como si se integrasen en el paisaje urbano. Otros cuerpos yacían mutilados. Un reguero de sangre se esparcía por el pavimento. Y nosotros resistimos en aquella guarida abandonada como esperpentos al son de un destino incierto. Recurríamos a la nutrida despensa de nuestros amos aunque en ocasiones también nos vimos obligados a robar para alimentarnos.
A principios de 1864 Abrahan Lincoln nombró a Grant comandante de todos los ejércitos de la Unión. Grant puso al mayor general William T. Sherman al frente de las tropas. El 2 de septiembre de 1864 cayó Atlanta, lo que supuso la reelección de Lincoln como Presidente. Las tropas de la Unión alcanzaron la victoria en la decisiva batalla de Five Forks el 1 de abril. Tras la derrota en Sayler's Creek, Lee al frente del Ejército confederado comprendió que era imposible ganar la guerra. Lee rindió su ejército de Virginia el 9 de abril de 1865 en el juzgado de Appomattox. El 14 de abril de 1865 Lincoln fue asesinado de un disparo perpetrado por el conspirador actor y simpatizante de la causa confederada John Wilkes Booth. La esclavitud se abolió en los EE.UU en la primavera de 1865, cuando las milicias confederadas se rindieron.
Y así se inició el periodo de la reconstrucción (1865-1877) durante el cual se resolverían los problemas pendientes tras el fin del conflicto bélico y se abordaría la reintegración de los estados sureños secesionistas a la Unión estadounidense. La proclamación de Emancipación promulgada por Abraham Lincoln en 1863 se aplicó por primera vez al finalizar la guerra civil. A pesar de ello no se tradujo en
una equiparación de los derechos de las personas de raza negra respecto a las blancas.
En cuanto a Senghor y a mí fuimos muy afortunados. Conseguimos que nuestros amos nos adoptasen a efectos legales. Lo cierto es que Dios no les había bendecido con la familia que ellos esperaban. Nos escolarizaron y con el tiempo me convertí en una estudiante con un expediente académico brillante. Tanto es así que me ofrecieron una beca para estudiar Derecho. Y así me convertí en la activista que soy ahora, acérrima defensora de las causas perdidas y de la igualdad de los derechos entre las personas. Trabajo en el Consulado General de Senegal con sede en Nueva York e imparto conferencias por el mundo entero.
Por cierto, nunca olvidé mis orígenes ni a mi familia biológica. Viajé a Senegal para reencontrarme con mi familia. Abuelita ya había partido al otro mundo. Mis padres me reconocieron al instante y me abrazaron con efusión y emotividad.En realidad, nunca llegaron a perder la esperanza de encontrarme. En cuanto a Senghor contrajo nupcias con una señorita americana y triunfó como periodista deportivo.
Por último, agradezco a la vida que a pesar de la experiencia traumática ahora soy una mujer más fuerte y con una conciencia social muy arraigada, pues me he convertido en un icono de la igualdad de oportunidades. Mi corazón se nutre de lo mejor de África y de América. La sensación inicial de desamparo y de no pertenencia al Nuevo Mundo fue desplazada con el tiempo por el sentimiento de ser una ciudadana del mundo.
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