una leccion de navidad

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  «No todo es turrón, sidra y pan dulce», nos sermoneaba mi abuelo cada Navidad. «Ya verán cuando se los lleve Grýla, ¡ya verán!», acotaba como para amedrentarnos. Claro que nunca le hicimos caso, aún cuando esa frase nos provocaba cierto temor, fundado en las historias que él mismos nos contaba desde chicos sobre un no se qué tipo de macabro ser mitológico —al cual nosotros confundíamos con el hombre de la bolsa— cuyo placer era devorar a los mozalbetes que se habían portado mal durante el año.  

De niños éramos terribles y nuestros padres no tenían descanso con nosotros. Mi abuelo nos sufría, muy particularmente, ya que había sido criado en Islandia bajo una educación muy distinta a la nuestra. No nos soportaba o, al menos, no soportaba nuestra forma de crianza ni nuestros berrinches ni nuestra mala conducta en general. Sin embargo y, a su pesar, reducido a vivir con nosotros y a depender por completo de mis padres, no le quedaba otra que aguantarnos.

Respecto de sus historias, la existencia de este malvado ser atraía nuestra total atención y, de algún modo, nos afectaba. Por ejemplo, la más pequeña de mis hermanas sufría de pesadillas las semanas previas a las fiestas de fin de año. En medio de la oscuridad, se despertaba asustada y salía corriendo a la pieza de mis padres en busca de consuelo. Con mis hermanos nos burlábamos de ella al escuchar sus gritos que terminaban por despertar a todos en la casa. Éramos muy crueles con ella, sin duda.

Crueles o no, no dejábamos de recibir nuestros regalos en aquella época del año. Con el tiempo, nos volvimos «menos salvajes» y terminamos por dejar de lado nuestras travesuras. A los doce, yo ya me sentía viejo, y me parecía que no estaba bien comportarse como cuando chicos. Me volví más educado, se podría decir, y un poco malhumorado, también. Mis hermanos me comparaban con mi abuelo por ello. Yo me enojaba, pero en cierto modo me sentía orgulloso de parecerme en algo a él. Será por eso —por querer parecerme a mi abuelo— que recuerdo muy bien sus historias, más que nada la de Grýla. Historias que hoy les cuento a mis hijos, aunque no con el mismo efecto que provocaba sobre nosotros —más que miedo, les resultan irrisorias.

Nunca pensé que estas historias podían a llegar a tener algún viso de verdad —siempre creí que las había inventado mi abuelo—, hasta que tuve la oportunidad de viajar a Islandia, un tiempo antes de asentar cabeza. Había tramitado los papeles para obtener mi ciudadanía islandesa, y mi pasaporte estaba listo. Ansiaba conocer Hellissandur, una pequeña aldea de pescadores, hogar de mi abuelo hasta llegados sus treinta, edad en la que escapó con su novia —mi abuela—, para terminar arraigándose aquí en Argentina.

Yo había aprendido algo de islandés antes de mi viaje, y decidí practicarlo allí. Es un idioma un tanto difícil, pero creí que valía la pena tratar de entenderlo y hablarlo lo mejor posible: sería como recuperar una parte de esa historia personal que desconocía, que me acercaría mucho más a mi abuelo, a entender de dónde venía o el porqué de sus costumbres... Cuando llegué a la isla, me acomodé en Reikiavik, desde donde visitaría otras ciudades. Era época de Navidad. Me extrañó no encontrarme con la imagen de Papá Noel en las calles. Después me enteré que allí la tradición era otra: los que bajaban a las ciudades a llevar los regalos eran trece hombrecillos, hijos de Grýla y Leppalúdi. Fue allí que volví a saber de aquel personaje que tanto nos atemorizaba cuando niños.

Me entusiasmaba la idea de celebrar la Navidad allí, de conocer nuevas tradiciones, de abrazarme un poco más a mi pasado. La pasé muy bien. Terminé la noche del veinticuatro con una islandesa que había conocido en un bar cerca del hotel donde me alojaba. A la mañana siguiente le pedí que me acompañara a Hellissandur. Llegamos temprano. El pueblo no me convenció, se veía frío y poco acogedor. En cierto modo me sentí desilusionado. Decidimos quedarnos en un hotel y volver temprano a Reikiavik.

Por la noche, salimos a tomar una café. Al dirigirnos al hotel, nos atacaron cuatro matones —quizás con la idea de robarnos—, me defendí muy duro. Tres de ellos huyeron de allí. Al que quedó le rompí la nariz de un golpe y le molí las costillas a patadas. La chica que estaba conmigo empezó a insultarme, la tomé del brazo y quiso zafarse. Llevado por la adrenalina, le pegué en la cara. Me miró y se alejó del lugar. Nunca la volví a ver —cuando regresé al hotel, ella ya se había marchado—. De pronto me di cuenta de lo que había hecho y me sentí una basura.

Al otro día decidí dejar Reikiavik y volver a la Argentina sin más demora. No sé que hubiera pasado de no haber sido así. El avión salía por la noche, éramos muy pocos pasajeros. Antes de eso, mientras arrastraba mis maletas por el solitario pasillo que llevaba a la puerta de embarque, la vi... Grýla me estaba esperando. La recuerdo muy bien, una vieja muy fea, con aspecto de troll, que repetía, cantándome en islandés: «...eres un niño malo, muy malo...». Alcancé a escapar por los pelos. Me subí al avión y me dejé caer en mi asiento. Durante el viaje reflexioné sobre mi pésima conducta.

Recién me sentí aliviado cuando, por fin, me acomodé en casa de mis padres y pude comprobar que bajo el árbol de Navidad «Papá Noel» no había dejado ni un regalo para mí: un castigo para nada aterrador, comparado con ese otro que me espera en Islandia, si es que alguna vez, ¡ni loco!, se me ocurriera volver por allí.

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